sábado, 30 de mayo de 2009

Algo diferente sobre San Martin


PENSAMIENTOS DE UNA ESTATUA,
CUANDO COMIENZA LA MAÑANA

Ese estilo español de mi hablar, en permanente estado de aforismo. Esa dureza de mi postura, fruto de la educación militar, de la cabalgadura, y de mi poco flexible estructuración ética. Esa intolerancia natural para con la injusticia. Mi poca paciencia para con la adulación y, hasta esa antipática incapacidad para aceptar el agradecimiento de los pueblos fervorosos. Todo ello, y que por encima de los afectos puse el destino de Sudamérica, me han condenado a ser percibido -una vez muerto- como una estatua, de frío bronce, o de frío mármol. Y no fui eso, aunque esté aquí, fugado del cielo y oculto en esta estatua inmóvil.

Desde esta estatua de la plaza que lleva mi nombre, en el corazón de Buenos Aires, veo a los granaderos de hoy homenajearme en el día de mi lejana muerte. Desde este sólido refugio veo a mi pueblo. Y recuerdo los tiempos en que la guerra fue la forma de defender nuestra libertad frágil y nuestra independencia nueva. El campo de Marte es un buen sitio para que un guerrero descanse. Yo no estoy con mis huesos en la Catedral. Me siento mejor en esta tierra de valientes. Escucho todavía las voces de mando, la órdenes de carga, los sables en el aire, el sudor de los caballos, y ese cambio en las caras de los hombres, al probar su valor. Y, quizás, por todo eso, me vean de bronce. Si hasta estando aquí les doy la razón. Pero no me entienden.
Creo que me ven como a un dios testarudo. Como a un guerrero legendario, de novela. Eso me lastima, como el metal candente de una bala., como el acero de un sable: sólo soy uno que quería la Libertad para todos, a cambio de nada, como tantos.

Pero después de mi muerte, como un frío aguacero de hipocresía, cayeron sobre mi memoria discursos, homenajes, poemas, estatuas, bronces, y avalanchas de papel entintado con mis ideas, y con otras que ya ni se si tuve. Hasta prohibieron hablar mal de mi unos académicos que se creyeron únicos dueños de mi vida. Nunca entendieron esos cagatintas imbéciles que luché siempre contra la tiranía y que desprecié a los falsos tutores del alma.

Aquí estoy. Comienza otro aniversario de mi muerte. El lejano río que me trajo de Europa comienza a aclararse. La plaza, pierde su frío nocturno, y la gente sale de sus casas. Todavìa sigo escuchando los ruidos de la guerra, aunque extrañe tanto más las voces de mis amores: de mi esposa -a la que tanto hice sufrir-; de mi hija; de todos los que vinieron después. Pero ellos se han ido, y yo no he podido. Siempre creí que debía proteger, cubrir, cuidar. Y aún hoy lo siento necesario, vestido con este anacrónico capote, dueño de un sable de fantasía, del todo inútil. Ojalá pudiera descansar, cerrar los ojos siempre abiertos, bajar el brazo de conductor de la patria, desafiar a mis conciudadanos a que sigan la obra con seguridad, y sin miedo de ser libres. Eso, creo, es lo que aún me intranquiliza: NUNCA ES COMPLETA LA VICTORIA MIENTRAS LOS VENCEDORES SE SIENTEN DERROTADOS.

¡ Qué hermoso es ver cada mañana cómo los niños estudian la historia de la patria, con esos uniformes y esas espaldas cargadas de libros ! Ellos tienen una historia que aprender. Pero no se si saben, si les dicen, que también tienen una historia que escribir. Sus padres parecen no saber de las victorias que nos enorgullecen. Todo parece cuidadosamente olvidado, prolijamente empolvado, aislado en bronce o en mármol, sellado y archivado, lejos del corazón, en un oscuro rincón de la memoria -como si recordar la valentía y la gloria fuera riesgoso-. Eso sí, creo que lo entiendo. Mi pueblo, en el fondo de su ser, lleva esa llama que le hace retorcerse de dolor cuando padece la falta de Libertad y de Justicia. En los días comunes, que no reclaman al héroe, mi pueblo sufre amnesia de su sangre. Es una sangre valiente, que desprecia la muerte, que sólo sabe de Libertad, porque no tolera tiranos ni invasores. El mío, es un pueblo que necesita respirar el aire de la Libertad...

Tendría ganas de estrechar en un abrazo a estos raros porteños melancólicos, ganas de gritarles que aún estoy junto a ellos, como una brasa, entre cenizas. Querría gritarles que aún muerto, no he muerto. Ese bendito estilo español de mi hablar, en permanente estado de sentencia. Esa dureza de mi porte. Esa pose de caballero de la historia, de tabla de la ley hecha hombre, me han hecho casi un dios inalcanzable y perfecto, casi tan perfecto e indiscutible como una lágrima, como la extraña lágrima -invisible- que cae de mis ojos fríos, cuando suena el clarín de la fanfarria. Es que no soy ni una estatua, ni un dios, ni esa horrible expresión: “un prócer”. SOY UN ESTADO DE CONCIENCIA, LATENTE. Soy una idea de Libertad viva, alerta, a resguardo. Soy uno más de todos los que veo. Uno más que desea ser libre.
Uno que luchó por ello. Un espíritu cubierto de estatua, en la Plaza San Martín -que ese soy- despojado de su cuerpo por el tiempo.

Pensamientos de la estatua de San Martín...
Escritos por Oscar García Massa, como homenaje a Don José de San Martín, a 150 años de su muerte.

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